La emancipación de la juventud salvadoreña: un imperativo ético y sociohistórico
Por: Guillermo López
En numerosos discursos propagandísticos institucionales y en la publicidad se dice de los niños y los jóvenes que “son los dueños del mañana”, que “son la esperanza del futuro”, que “el futuro les pertenece”. Se alimenta así la falsa expectativa de un mañana promisorio lleno de oportunidades para la realización, la acción y la expresión.
En su escolaridad el fomento del civismo regularmente se ha asociado al respeto a las instituciones, a los símbolos patrios y a la cultura de la legalidad, aunque ésta se presente desvinculada de la legitimidad y de la ética. Se imponen así la sumisión y la obediencia como actitudes proclives al funcionamiento y mantenimiento del orden establecido en el marco de la democracia pregonada, prevaleciendo una omisión deliberada sobre la manera sectaria y antipopular en que se toman diversas decisiones derivadas de las políticas públicas.
Es ilustrativa la conminación dirigida a los jóvenes para que diseñen “su” proyecto de vida cuando tienen que tomar decisiones como la elección de carrera.
Dicho proyecto de vida, sin embargo, regularmente constituye una falacia puesto que la mayoría de jóvenes carecen de condiciones para decidir libremente en torno a una realización ya sea profesional o laboral. Influencias familiares, adversidades condicionantes socioeconómicas, vacíos institucionales, carencia de oportunidades, entre otros factores, inciden en lo que los jóvenes decidan, hagan o no hagan.
En un escenario caracterizado por una creciente descomposición social generada por la embestida neoliberal como la expresión más voraz del capitalismo, el bienestar, las oportunidades y la felicidad no han formado parte de las consignas oligárquicas e imperialistas. Se han abierto cauces, por lo tanto, para que muchos jóvenes salvadoreños se vuelvan migrantes, mareros, desempleados, subempleados, delincuentes, drogadictos, alcohólicos, etc., con el consiguiente alimento de la angustia, la frustración y la anomia.
Frente al mar de adversidades, a las exhortaciones demagógicas, a la represión y a la alienación como rasgos del poder hasta ahora imperante, sin embargo, emerge con ímpetu beligerante una fuerza protagónica que en la caso de El Salvador ha sido determinante. La juventud salvadoreña ha dado una elevada demostración de un compromiso cívico que va mucho más allá de la emisión del sufragio al pronunciarse por sus necesidades más sentidas como sector y a la vez por las del resto de la sociedad que históricamente ha sido marginada y mancillada por la derecha gobernante.
Los jóvenes han dado, consecuentemente, una verdadera lección de civismo y de ruptura con la ideología dominante al articular sus propias expectativas con una visión sensible y solidaria hacia el interés social.
Si bien es cierto que, de acuerdo con la filosofía marxista el ser determina la conciencia, con el ejemplo y protagonismo de la juventud salvadoreña se puede hacer un replanteamiento dialéctico de la referida tesis y decir por ende que en esta tierra de sufrimientos y luchas libertarias el espíritu rebelde de los jóvenes se agiganta como una subjetividad emancipatoria que contiene convicciones, rebeldía, compromiso sociohistórico, amor, odio, fe, pasiones, conocimiento, esperanza, pronunciamiento crítico y problematización.
Se puede hablar, para orgullo de la historia patria, de una conciencia que se ha forjado al cobijo de los golpes, de la organización y de la lucha. Se llega así a un vínculo dialéctico entre subjetividad y objetividad ya que si bien es cierto que las carencias y las experiencias concretas de la vida social han incidido en la conformación de la conciencia de clase, también es cierto que ésta, en tanto complejidad y potencialidad del mundo subjetivo, se convierte en un factor superestructural determinante, en una palanca espiritual, para el cambio que reclama nuestra patria.
En el proyecto alternativo de nación y en la consecuente consolidación de una democracia participativa los jóvenes ya no serán simples destinatarios de la leyes sino que se tendrán que reafirmar como actores emergentes y a la vez como autores en el marco de una nueva institucionalidad democrática que les dignifique y les potencie su voz en relación no sólo con sus derechos sino con respecto a las preocupaciones más sentidas de la sociedad.
La complejidad de identidades del joven, sus angustias, sus preocupaciones, sus aspiraciones, sus expectativas, sus tendencias culturales, sus potencialidades y sus múltiples necesidades insatisfechas, tendrán que ser motivo de una cuidadosa y solidaria hermenéutica emancipatoria como premisa para las políticas públicas emergentes.
Al reconocerles su alteridad en tanto agenciamiento colectivo de enunciación y democratizar los espacios intersubjetivos de acción y expresión, ellos con su ímpetu revolucionario serán aliados estratégicos en la construcción de una patria que garantice la dignidad para todos los ciudadanos.
Es deseable, sin embargo, que nuestros protagonistas emergentes combatan la fragmentación y cultiven la tolerancia ante sus identidades y diferencias para que no se equivoquen de enemigo.
Soy uno más de la diáspora. Salí de El Salvador siendo un joven en el trágico año de 1980, como tantos otros de quienes puedo dar testimonio.
Este quince de marzo pasado fui a votar por primera vez en mi vida. Mi retorno a México, en donde vivo, ha estado lleno de regocijo por la gran hazaña de haber derrotado en las urnas a la derecha a pesar de la maquinaria de Estado y de la propaganda sucia.
Es un sentimiento compartido y es factible que en un futuro cercano nuestros jóvenes ya no tengan que abandonar su patria por motivos de represión o marginación.
Habemos quienes mantenemos nuestra identidad, por lo que sentimos el desarraigo y la nostalgia diariamente y estamos dispuestos a retornar cuantas veces sea posible en función de consignas reivindicativas de tipo social, pero hay quienes -me ha tocado escuchar- han salido renegando de su patria jurando no volver a ella. Que esa vergüenza histórica no se repita.
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