Anatomía de una maldición
Por: Aurelio Alonso / Rebelión
Acabo de leer en un despacho de AP que el televangelista norteamericano Pat Robertson sentenció que sobre Haití pesa una maldición ocasionada por «un pacto con el demonio», supuestamente sellado en «ritos del vudú» que habrían precedido a los alzamientos de esclavos con los cuales se inició la revolución de 1791 en la colonia francesa de Saint Domingue. La revolución que conduciría a la primera independencia de nuestra América, consumada el 1 de enero de 1804, tras una cruenta contienda contra los ejércitos napoleónicos, contabilizada por la historia como una de las más estruendosas derrotas de Bonaparte. Si alguna influencia tuvieron los loas del vudú no fue exactamente negativa.
Pero la maldición no vino del cielo cristiano, vino de Europa y de los vecinos del Norte: del Occidente, al que no debiéramos sentir tanto orgullo de pertenecer. Era el Occidente que no podía tolerar en sus dominios una república nacida de una revolución de negros esclavos y de mulatos. Es curioso que la intolerancia procediera principalmente de la antigua metrópoli: la Francia salida de la primera gran revolución social, que le cerró los indispensables asideros económicos, forzando además a la nación haitiana a pagar una indemnización arbitrariamente impuesta, la cual costó más de medio siglo cancelar.
Por otra parte, actuando a modo de tenaza, la joven nación de América del Norte, nacida de la independencia de las trece colonias británicas, se asociaba a Francia en el bloqueo de su ex colonia. El novedoso experimento político, admirado por tantos europeos liberales de la época, iba a mantener el régimen de trabajo esclavo en el centro de su economía durante medio siglo más; Haití no cuadraba en su entorno cercano. Es decir, que los dos países más representativos de la avanzada de la modernidad no vacilaron en estrangular las rutas de asentamiento a la primera república que se emancipaba en la América realmente colonial.
Muchos años después, a principios del siglo XX, en el contexto ya de su expansión de poder en la región, los Estados Unidos completaron la tarea pendiente en Haití con una ocupación militar que duró cerca de treinta años (1915-1934), dejando el país materialmente desolado y en manos de una dictadura sui generis: la dinastía de los Duvalier. Paradojas de la historia: la dominación colonial francesa había llevado a Saint Domingue a la opulencia, en tanto la neocolonial norteamericana sirvió para perpetuar la pobreza extrema.
Me inclino a pensar que el pacto con el diablo existe, pero que no lleva la firma de Mackandal sino de quienes desde el comienzo del siglo XIX han ocupado la Casa Blanca y el palacio del Elíseo. Y de banqueros y empresarios ricos y blancos de los dos lados del Atlántico.
Las masas haitianas, empobrecidas a extremos que rebasan cualquier explicación histórica racional, se lograron sacudir la dictadura duvalierista en 1986, para caer de nuevo en un torbellino de inestabilidad muy difícil de afrontar. Sujeto siempre al lastre de «lo arcaico», denominador que engloba, en la comprensión de la realidad haitiana, a los factores económicos, políticos y culturales que comprimen las posibilidades de hacer viable un proyecto social que responda a las potencialidades y los intereses de la nación.
Un Haití superpoblado, de tierras agotadas y campos deforestados, con el setenta y ocho por ciento de su población bajo la línea de pobreza, un producto per cápita que no llega a 400 dólares anuales, clasificado en la posición 146 según el índice de desarrollo humano calculado por las Naciones Unidas, es el país maldito cuya capital ha sido castigada con el brutal terremoto del 12 de enero de 2010.
El conteo de las víctimas mortales del terremoto va a ser muy alto, tal vez imposible de fijar con exactitud. El de las víctimas que han sobrevivido va a ser mucho mayor. Pero el de las víctimas de dos siglos de opresión imperial es descomunal. El panorama de Puerto Príncipe arrasada por el sismo es siniestro. Pero no hay que olvidar que el panorama antes del sismo también lo era. Solamente con menos demoliciones y sangre en la calle. Eso es precisamente lo que hace mayor la desolación del pueblo haitiano ante esta desgracia.
La tragedia provocada por el huracán Katrina en Nueva Orleáns en 2006 mostró los niveles de desamparo que podía sufrir la población humilde en una ciudad del país más opulento y poderoso de la Tierra. Los sobrevivientes del Katrina han debido purgar también su maldición. Si nos guiamos por ese antecedente, ¿qué pueden esperar las víctimas haitianas de esta catástrofe natural?
Ahora habrá que concentrarse en salvar vidas de todos los impactados por los escombros. ¿Dónde escombrear en una ciudad que ya estaba en ruinas antes del desastre? Se hace urgente garantizar la alimentación de las victimas ahora impedidas. ¿Y la del resto de la población sumida en la miseria, que también carece de medios? Se necesita reponer progresivamente la perdida de techo a los que han quedado sin abrigo. ¿Y el techo de los cientos de miles que duermen en las calles habitualmente? ¿Cuáles van a ser las prioridades constructivas? ¿Reconstruir el palacio presidencial -el edificio más bello y emblemático de la capital haitiana- o levantar espacios de alojamiento para la población? Si fuese la Casa Blanca la arrasada no creo que sus inquilinos hubieran quedados tan desprovistos como las víctimas del huracán Katrina.
¿De donde van a salir los recursos para hacer frente a la restauración de Puerto Principe? Sabemos que seguramente de la solidaridad de gobiernos y pueblos hermanos, instituciones de la sociedad civil, seguramente. ¿Y el mundo del capital transnacional qué va a poner? ¿Cuánto van a aportar Carlos Slim, William Gates, Warren Buffet, Georges Soros, Álvaro Novoa, Lawrence Elliot y otros acaudalados personajes? Habría que dirigirse a los que se han beneficiado de las formidables inyecciones de dinero que Wall Street y la City recibieron para afrontar la crisis financiera. No basta con el esfuerzo de Cáritas Internacional, de otras instituciones benéficas y de los países amigos latinoamericanos, periféricos todos, para ayudar al pueblo haitiano a afrontar una catástrofe de tales magnitudes.
Y al despacho oval, donde ahora se sienta un afroamericano -como gustan decir para creer que la discriminación ha sido superada- quien podría compensar toda la discriminación que el Estado de la Unión impuso a la primera república latina en independizarse en América, por el sólo hecho de haber sido forjada por esclavos negros y mulatos que decidieron no seguir oprimidos por los colonos franceses.
¿Será posible conseguir lo necesario tocando a esas puertas?
0 comentarios:
Publicar un comentario