No hay leyenda rosa en la historia de la colonización europea de América Latina: el genocidio, el expolio, la esclavitud y el memoricidio fueron real
Alejandro Lavquén Punto Final
Fernando Báez, venezolano licenciado en Educación y doctorado en Bibliotecología, nos presenta su libro El saqueo cultural de América Latina (Ediciones Debate) recientemente editado en Chile. Báez se ha destacado por su compromiso con el rescate de la memoria patrimonial y cultural de nuestro continente y otros pueblos. De hecho en el 2003 viajó a Irak como miembro de la UNESCO y al año siguiente publicó una crónica de ese viaje, con prólogo de Noam Chomsky, titulada La destrucción cultural de Irak. Sus aportes le han valido variados reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Cultura de Venezuela y Premio Nacional del Libro en Brasil. Sobre su libro, conversó con Punto Final.
En su libro plantea que las denuncias sobre el saqueo en América Latina se han referido, fundamentalmente, al aspecto económico, no al cultural ¿A qué se debe esto?
—Ha sido el precio del memoricidio. Europa decretó el silencio sobre este tema, lo relegó a un plano académico irrelevante, y vemos que esta tesis triunfó. Baste observar la xenofobia de las nuevas generaciones europeas repitiendo el profundo desprecio que tienen por cualquier cultura que represente un desafío a sus postulados. En América Latina somos víctimas de una educación basada en la estrategia de la amnesia. Todos los valores que se han intentado inculcar han obedecido a la exclusión.
La destrucción de códices y objetos de arte religioso ¿De qué manera influye en el proceso de conquista de los pueblos originarios?
—En el proceso de la transculturación, los conquistadores sentían que no bastaba con imponer la cultura occidental o el cristianismo, sino que debían borrar todo rastro posible de las culturas dominadas, las cuales fueron reducidas a trofeos y curiosidades. Los códices y objetos de arte religioso representaban un peligro enorme porque eran testimonios palpables, que animaban la resistencia indígena a la evangelización y a la aceptación del servilismo. El mensaje era claro y sigue siendo claro: no hay triunfo militar ni económico sin dominio cultural.
Desde el primer saqueo cultural, ocurrido en Tenochtitlan, usted plantea que se han perpetuado 515 años de rapiña. ¿Qué opina de quienes sostienen que tales afirmaciones son parte de una leyenda negra que exagera los hechos?
—Yo creo que son el equivalente de los revisionistas que hoy nos dicen que el holocausto ha sido exagerado. Conozco gente seria que enloquece y se atreve a cuestionar la Shoa, un hecho firme e innegable. Lo mismo pasa con los historiadores europeos y discípulos que consideran una manipulación que uno se atreva a recordar episodios como los que expongo en El saqueo cultural de América Latina, pero ninguno ha logrado refutar uno solo de los documentos y pruebas que contiene mi obra. No hay leyenda rosa en la historia de las relaciones de la colonización europea en América Latina: el genocidio, el expolio, la esclavitud y el memoricidio fueron realidades lamentables que ya nadie puede ignorar sin complicidad.
¿Cuál es el papel de la Iglesia en este asunto? Se lo pregunto pensando en que ésta justificaba sus acciones en la expansión de la religión cristiana.
—Los excesos de la religión han causado estragos, bien en nombre de Yahve o Alá. No se conoce a nadie, por decir, que en nombre del ateísmo se haya atrevido a crear una inquisición, exterminar a millones de seres humanos por creer en algo o volar aviones para estrellarlos contra centros financieros o políticos. Es irónico, porque los ateos deberían ser los más radicales al carecer de frenos trascendentes, pero vemos que no es así.
«En lo personal, creo que la Iglesia católica logró su meta de expandir su proyecto en América Latina con enorme crueldad, porque los evangelizadores fueron los mismos hombres corrompidos que denunció Lutero durante la Reforma. Yo le diría a los lectores que detrás de la expansión religiosa estaba el argumento económico: gran parte del dinero de la conquista fue a parar a las arcas del Vaticano. Pensemos que el Papa Alejandro VI donó las tierras recién descubiertas a cambio de recibir sus tributos, que fortalecieron sin duda la estructura eclesiástica».
El proceso del etnocidio trajo la desaparición de símbolos, lenguas y costumbres, siendo reemplazadas por la cultura del conquistador. ¿Qué ha logrado sobrevivir de las culturas precolombinas?
—El inventario incluye edificaciones asombrosas como Machu Pichu, Teotihuacán, Copán y cientos de otras construcciones magníficas. Hay seiscientos setenta y un pueblos indígenas, como el pueblo mapuche, un orgullo de la región. Quedan lenguas que sobrevivieron a la hecatombe cultural como el maya o el yanomami y otras decenas. También hoy quedan miles de objetos culturales en museos europeos que algún día Europa tendrá que devolver a sus legítimos dueños. Hay libros como el Popol Vuh, el Chilam Balam, poemas estupendos que salvó la memoria oral. Por fortuna, queda un 40% que logró pasar la criba de la aniquilación y la negligencia o las guerras de independencia.
Las élites culturales de los conquistadores se subordinan, desde un principio, a las culturas hegemónicas mundiales. ¿Cuáles han sido las consecuencias de esto en la formación de las distintas sociedades en nuestro continente?
—Ante todo la exclusión: actuamos todavía como países periféricos que necesitan la aprobación externa para aceptarnos socialmente. Todavía se forman las élites para acentuar las diferencias y mantener vigente el sistema de pensamiento y dispendio económico. Es una forma de actuación característica del colonialismo. Hoy persiste un legado siniestro: la segregación y la vergüenza étnica, ese pesimismo que conduce a la falta de políticas bien elaboradas para que esta etapa acelerada de la globalización no nos tome desprevenidos.
Usted se refiere a la memoria como eje ontológico. ¿Podría ser más explícito?
—No hay identidad sin memoria. Uno es lo que recuerda que es. Lo que nos hace humanos es que además de ADN biológico tenemos un ADN cultural que nos permite compartir esperanzas comunes. En el caso de América Latina insisto en cómo nos conforman seis dimensiones de nuestra memoria común: 1) Una memoria conflictiva común de conquista, expolio, esclavitud y genocidio antiguo y contemporáneo; 2) Una memoria indígena geomítica y ecológica; 3) Una memoria africana de transfiguración rítmica; 4) Una memoria hegemónica occidental: sistema religioso, sistema económico, sistema filosófico-ético, con tendencia ecocida; 5) Una memoria periférica de salvación y resistencia, que justifica cíclicamente la rebelión permanente y la revolución; 6) Una memoria negada del olvido de nuestro pasado traumático. A partir de aquí podemos entonces discutir lo que somos.
El tráfico de bienes culturales continúa en pleno siglo XXI. ¿Ve alguna posibilidad de detener esto? ¿Existe interés de los gobiernos afectados por tomar medidas más eficaces y severas?
—Hay poco interés justo ahora. La asociación de las bandas de traficantes de arte con el narcotráfico, representa un problema serio. La corrupción de todo el sistema de protección patrimonial mantiene un flujo de bienes culturales que es un gran negocio para miles de personas que viven de esto. En México la situación es grave, en Perú ha sido difícil detener esta exportación ilícita porque hay un mercado gigantesco.
El saqueo cultural también ha afectado a incontables pueblos del mundo en las últimas décadas. Palestina, Sarajevo, Irak, Afganistán, son un ejemplo. Parece ser una historia sin fin, sobre todo mientras haya guerras.
Es una desgracia que mientras más la estudio, más temor siento. A veces creo que esta disposición a la destrucción cultural es una nostalgia humana por volver a la prehistoria.
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