El valor de la ética en el pensamiento cubano
Armando Hart Dávalos Bohemia
El tema de la ética es un elemento clave en la historia de las civilizaciones. Se confirma en la importancia del papel de las religiones en la vida social. En la cultura cubana, desde los tiempos forjadores de la nación, los principios éticos de raíz cristiana adquirieron un papel clave en nuestro devenir histórico.
La ética ha sido durante milenios el tema central de las religiones.
Por ello he afirmado que la importancia de la ética para los seres humanos. La necesidad de ella se confirma por la propia existencia de las religiones.
Su valor y significación son válidos tanto para los creyentes como para los no creyentes pues ella se relaciona con las apremiantes exigencias del mundo actual. Los creyentes derivan sus principios del dictado divino. Los no creyentes podemos y debemos atribuírselos, en definitiva, a las necesidades de la vida material, de la convivencia entre los seres humanos. Puede apuntarse como una singularidad de nuestra tradición cultural el no haber situado la creencia en Dios en antagonismo con la ciencia, se dejó la cuestión de Dios para una decisión de conciencia individual. Así lo asumió el movimiento científico moderno y ello permitió que la fundamentación ética de raíz cristiana se incorporara y se articulara con las ideas científicas lo cual abrió extraordinarias posibilidades para la evolución histórica de las ideas cubanas.
En nuestros días, las ciencias de la naturaleza, y en especial las vinculadas a la vida humana, están brindando una conclusión acerca de que no es correcto establecer una división o separación radical, como ha sido costumbre, entre el mundo llamado objetivo y el denominado subjetivo.
Muy relacionado con este tema esencial, quiero referirme a un testimonio personal, de cómo la generación que en la década del cincuenta del pasado siglo inició la lucha contra la dictadura batistiana había asumido sólidos principios éticos a partir de la familia y de la escuela cubana de entonces. Reproduzco fragmentos de una carta a mi familia que escribí con motivo de la muerte de mi hermano Enrique en abril de 1958, hace más de 50 años, cuando tenía yo entonces 25 ó 26 años. Lo hago, en especial, porque su lectura me ha permitido confirmar mis ideas de hoy:
Queridos Todos:
Nada, nada justifica. Sólo la crueldad y el desequilibrio con que por raro designio del destino la naturaleza muestra a los hombres la existencia de un amor y de un equilibrio, que escapa de nosotros, puede explicarlo. En nuestra comprensión finita es absurdo el espectáculo de tanto mediocre, de tanto gusano vivir a tientas, vivir a medias, que no es vivir, mientras los dotados de vida plena mueren precisamente por querer vivir.
Murió porque nació para vivir en todo lo ancho del mundo nuestro.
Murió porque era más ancho que el mundo. Murió porque sintió, pensó y sobre todo porque actuó. Amante de lo grande, apasionado, que según Martí son los primogénitos en una sociedad llena de trabas y mezquindades, tuvo que ser heroico para vivir. ¡Infeliz del pueblo que en ciento cincuenta años ha necesitado para avanzar lenta y penosamente de millares y millares de cadáveres! Lo más grande de Cuba en toda su Historia ha muerto en el campo de batalla. Otros pueblos más dichosos han sido gobernados por sus grandes.
Y lo triste no son ya los cadáveres, sino que Cuba necesita de ellos. Ha sido una necesidad la inmolación de miles de cubanos para mostrar que la patria martiana de esta segunda mitad de siglo no está compuesta por vulgares materialistas. Hemos necesitado de su sangre para decirles a todos los pueblos que los cobardes y mediocres que tantas veces motivaron la ira de Enrique, no son nuestros representantes.
Lo grave no está incluso en tantas muertes, lo realmente aterrador está en tanta pseudo-vida.
El pueblo está con nosotros. Si las grandes mayorías que sienten de verdad la causa de la libertad no encuentran fórmulas para reducir a la obediencia a los mediocres, si nosotros no somos capaces de desencadenar la ira latente de las masas, si no los desalojamos de todo el poder (poder he dicho, no gobierno), si luego de tantos sacrificios no logramos hacer prevalecer la justicia, si somos incapaces más tarde de encauzar y canalizar la vida cubana con arreglo a los principios de dignidad, decoro y derecho, que hubimos de aprender desde pequeños o que recogimos en la vida heroica de los que han entregado todo en pro del destino histórico de Cuba, si nada de esto puede hacer nuestra generación, ésa, la de Enrique, entonces nuestra única honra será morir. Y más grave aún, no podemos equivocarnos porque como él bien decía, ésta es la última oportunidad que tiene Cuba de salvarse. La primera fue en 1902, la segunda en 1933, la tercera en 1944. Nuestra generación tiene la última oportunidad.
Vengar a Enrique será difícil. ¡Qué tremendo compromiso tenemos contraído! Recuerdo siempre una frase de Frank cuando murió su hermano: “Tenemos que llegar para hacer justicia”. ¡Qué difícil será hacerla sin ellos! Justicia no es odio infecundo, no es tiranía de nuestras ideas, no es parcialidad absurda. ¡Si nuestra idea es negación del absolutismo! Lo único absoluto es la libertad y lo que surja espontáneamente de su práctica diaria. Nuestra idea es predominio de la razón, del entendimiento cordial entre los componentes reales de la sociedad cubana. Justicia es elevar al homo sapiens a la categoría de Hombre; es darle a cada cual sus bienes y derechos; es hacer que cada cubano disfrute a plenitud de la herencia cultural y material de nuestro tiempo [...].
¡Este esplendoroso siglo del átomo y de los viajes siderales, con toda la fuerza de la ciencia al servicio de la inteligencia para mejorar al hombre, que en verdad es su único dios! El punto más alto de sus aspiraciones y pensamientos. [...] Si con toda la experiencia acumulada en Sociología e Historia no logramos movilizar a cada cubano hacia la acción definitiva contra la tiranía, o si luego de su derrocamiento no podemos mantenerlos en movimiento hacia la emancipación de todas sus trabas, si tales cosas no podemos hacerlas, entonces no habremos vengado a Enrique. Si no adecuamos fórmulas de reformas políticas, sociales y económicas capaces de asegurar el movimiento continuo del cubano hacia la libertad, entonces no habremos vengado a Enrique. Si ahora o después, Cuba sigue en manos de los peores dotados, de la escoria del pueblo, entonces los que queden de nosotros debemos salir del mundo por la puerta ancha.
(…)¡Que nadie diga que Enrique y tantos más no pensaron! ¡Que nadie reduzca su vida al sentimiento! Le conocí como posiblemente nadie. ¡26 años durmiendo en el mismo cuarto!
Seguro que a él debo lo poco exigente y radical de mi pensamiento.
Era un crítico formidable. A veces me parecía que en su pasión por el análisis lo destruía todo y no se quedaba en nada.
Entonces discutíamos hasta la pasión.
Pero su pasión era por la lógica, por el raciocinio. Era de una fe absoluta en esos valores.
Yo que creía que la vida era mucho más amplia, ahora comprendo dónde estaba el punto de discrepancia. Los artificios y las mentiras (su peor enemigo), no sirven para nada en la vida y la política, cuando ésta y aquélla son esencialmente revolucionarias. Ahí radicaba toda la esencia y el fundamento de su actitud frente a la vida y toda su grandeza.
Odiaba a quien dijo la primera mentira; creía que ella había originado la segunda y creado toda la engañifa criminal que hace tan difícil el arte de gobernar y de crear. Creía que toda esa engañifa habría de ser destruida por la ciencia y por la técnica, que es más aplastante que las relaciones humanas. Quizás si lo que no hayamos comprendido todavía muy bien es que las relaciones humanas también tienen su ciencia y su técnica. Sabía, sin embargo, que el punto básico de todo era la voluntad de creación (Gustavo le llama urgencias...). Y el empujón accional que dio a su vida fue el más claro ejemplo de tal convencimiento. Sabía de la utilidad del sacrificio; se sentía en la necesidad de hacer y cuando hacía acaso no se sacrificaba.
Era infatigable. Salía de una cosa para entrar en otra. Era un vértigo de acción, de trabajo. Cuando los hombres encuentran el modo de hacerse eficaces, se hacen incansables. Él lo encontró y halló así su glorioso e inmenso destino.
(…)Todos tenemos también un deber muy especial. Dejó a quienes hay que educar como él. Sé que Mercy lo hará así. Es su compromiso con Enrique. A esos niños hay que prepararlos para jueces serenos y severos de toda la obra revolucionaria de los próximos 25 años. Hay que enseñarles a ser implacables con el error y la falsedad y apasionados admiradores del triunfo revolucionario más completo.
Porque ahí estará la respuesta a una pregunta que ellos deberán hacerse: ¿Murió en vano?
Será nuestro deber educarlos como nos educaron a nosotros. Más que con palabras, que nunca faltaron, con el ejemplo que siempre estuvo presente. El honor, la rectitud de carácter, las buenas costumbres, la pasión por el saber, la consideración de que el primer valor de la sociedad es la Ley, pudieron forjar en Enrique un ideal que cobró fuerzas y formas en su espíritu independiente y soberano. Estas enseñanzas hay que trasmitírselas a sus hijos, como nuestro gran deber para con él.
[...] Me he refugiado toda mi vida en el mundo de las concepciones y en la pasión por lo abstracto [...]. Pero tiene que ser así, porque cuando se siente pasión por una causa general, por un valor abstracto como es la justicia, todo hombre honrado debe darse a él ya que esos valores abstractos se traducen con el ejercicio de la acción revolucionaria en cosas muy concretas y vitales para la inmensa mayoría de los hombres. Y es honor a que no se renuncia y deber a que no se debe claudicar el de defender la causa del hombre. Esos valores abstractos (las ideas) surgen de la interpretación de los hechos concretos [...]. [...] No fui feliz, hasta que huyendo de mí mismo hube de encontrarme [...]. No ha sido para mí esta vida un sacrificio. El sacrificio ha sido para ustedes. Tiene que ser así, porque pobre del que poseyendo pasión rebelde, rabia contra la injusticia y el atropello no encuentra un recurso, mecanismo de compensación para protegerse del dolor y de la angustia.
Y concluyo esa carta destacando una vez más el valor del medio familiar como forjador de los valores que nos acompañan toda la vida:
Hemos confirmado una vez más en nuestras conciencias el postulado de honestidad y carácter, que desde que tenemos uso de razón estamos respirando en el ambiente familiar. Eso es lo que verdaderamente ha encolerizado a los cobardes y mediocres que no conocen del valor de la virtud y de la grandeza del carácter. ¡Los pobres!
Con toda el alma, de ustedes, Armando
Como ya expresé al inicio, se trata de un testimonio de cómo pensábamos los jóvenes cubanos de la Generación del Centenario.
A nosotros se nos educó en la idea de que el sacerdote católico Félix Varela y los maestros predecesores, retomaron de la mejor tradición cristiana el sentido de la justicia y de la dignidad humana. Se nos enseñó que los padres fundadores de Cuba relacionaron todo este acervo cultural con el pensamiento científico más avanzado de su época. Se nos explicó que en las esencias de la cultura nacional no podía tener cabida la intolerancia, la cual no tiene para nosotros ni fundamentos culturales, ni siquiera religiosos; cuando se ha presentado ha sido por incultura o por dependencia a ideas ajenas a la tradición patriótica nacional. Nos enseñaron principios éticos y conocimos que el mejor discípulo de Varela, el maestro José de la Luz y Caballero, forjó a la generación de patriotas ilustrados que en unión de sus esclavos proclamaron la independencia del país y la abolición de la esclavitud en 1868. Él está en nuestro recuerdo agradecido y nos sirvió de enseñanza para promover el hilo conductor de la historia cubana. El Apóstol lo llamó “el silencioso fundador”. En Martí encarnaron estas ideas y sentimientos; él les dio profundidad mayor y alcance universal.
El Apóstol, siendo muy joven, escribió textos que merece la pena estudiar, y deben participar en los procesos de confrontación de ideas entre distintas generaciones de cubanos.
Es indispensable incorporar a nuestro acervo cultural y político el estudio textos cubanos de hombres que sentaron las bases de nuestras concepciones revolucionarias y socialistas actuales.
Contamos para ello con el método electivo de la tradición filosófica cubana, que se resume en “todas las escuelas y ninguna escuela, he ahí la escuela”. Y siempre regido por la justicia, ese sol del mundo moral como la definiera Luz y Caballero. Esto se corresponde con el mínimo de filosofía que nos ha pedido Fidel.
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