Déficit presupuestario e internacionalización del capital en la teoría marxista
Hemos traducido este texto que Ernest Mandel, uno de los economistas marxistas más importante de la segunda mitad del siglo XX, publicó en el periódico de la sección belga de la IV Internacional, La Gauche, en su número n°14, el 12 de agosto de 1992, tres años antes de su muerte. Un artículo que, pasados ya casi 20 años, mantiene una increíble actualidad.
«Para que el déficit presupuestario no genere inflación antes de que se alcance el pleno empleo, es necesario que los impuestos directos aumenten en la misma proporción que las rentas. Pero la burguesía prefiere suscribir deuda pública a pagar impuestos: la deuda paga dividendos, los impuestos no. El fraude fiscal es un fenómeno generalizado en la sociedad burguesa del siglo XX. Por ello, el déficit presupuestario va acompañado prácticamente siempre de un crecimiento de la deuda pública.»
«Ante el ascenso de las multinacionales, el estado-nación ha dejado de ser un instrumento económico adecuado para la burguesía. Pero sigue necesitándolo para auto-defenderse. Necesita al estado para defender sus intereses particulares frente a los competidores extranjeros. Necesita el estado para amortiguar los choques de las crisis económicas y sociales. Necesita el estado para reprimir en caso de crisis socio-económicas explosivas. En la medida en que el estado nación le es menos útil, tiende a sustituirlo por instituciones supranacionales. Pero para que estas adquieran funciones comparables a las estatales, hay que superar importantes obstáculos políticos, culturales, ideológicos. Y acaba siendo mucho más complicado que lo previsto inicialmente.»
«Ante la internacionalización creciente del capital y del poder de las multinacionales no hay más que dos estrategias posibles para los asalariados y los activistas de los nuevos movimientos sociales. La primera es la de la colaboración de clases con su propia burguesía, contra los "alemanes", los "británicos", los "españoles" o los "japoneses", en una alianza de patrones y trabajadores. Esta estrategia no solo es reaccionaria ideológicamente, sino que nutre el chovinismo, el egoísmo a corto plazo, la xenofobia o el racismo. Es también una estrategia del avestruz. Como las multinacionales siempre encontrarán un país en el que los salarios sean más bajos, las condiciones de trabajo más duras, las libertades democráticas más limitadas, adoptar esa estrategia es sumirse en una espiral de salarios, condiciones de trabajo o libertades democráticas cada vez peores. Es luchar por una "igualación a la baja".»
Fue el economista británico John Maynard Keynes quién puso en primer plano la utilización del déficit presupuestario como instrumento para combatir la crisis económica y el paro. Una idea que ha sido parcialmente recuperada por el movimiento obrero organizado en numerosos países para relanzar la economía a través de un incremento significativo del gasto en obras públicas. Ese fue el caso en los años treinta en Bélgica del Plan de Trabajo del Partido Obrero belga.
Desde el punto de vista teórico, aumentar la demanda global (el poder de compra globalmente disponible) en un país dado facilita la recuperación económica en tanto haya disponible capacidad de producción no utilizada: trabajadores en paro, reservas de materias primas, maquinaria que no se utiliza a tiempo completo, etc. Estos recursos no utilizados son de alguna forma movilizados por el poder de compra suplementario que resulta del déficit presupuestario. Mientras que esas reservas no se agoten, el déficit presupuestario no tiene por qué desembocar inevitablemente en inflación.
Pero hay un pero. Para que el déficit presupuestario no genere inflación antes de que se alcance el pleno empleo, es necesario que los impuestos directos aumenten en la misma proporción que las rentas. Pero la burguesía prefiere suscribir deuda pública a pagar impuestos: la deuda paga dividendos, los impuestos no. El fraude fiscal es un fenómeno generalizado en la sociedad burguesa del siglo XX. Por ello, el déficit presupuestario va acompañado prácticamente siempre de un crecimiento de la deuda pública.
El servicio de dicha deuda supone un peso cada vez mayor del gasto público. Tiende a hacer crecer el déficit presupuestario sin ningún efecto positivo sobre el empleo. Por el contrario: como los asalariados y las asalariadas pagan sus impuestos antes de recibir su paga, retenidos de la nómina, el crecimiento de la deuda pública implica una redistribución de la renta nacional a expensas de los asalariados y en beneficio de la burguesía.
Keynes lo admitía no sin cierto cinismo. En su opinión, los asalariados y los sindicatos serían más sensibles a una reducción de los salarios nominales y de las prestaciones de la seguridad social que a una reducción efectiva de los salarios reales netos, acompañada de una subida de los salarios nominales (una visión que ha sido puesta en cuestión en los últimos decenios). Pero ¿el crecimiento de las rentas de los capitalistas no estimula las inversiones y, por lo tanto, el empleo? Esta es la tesis de los defensores de la recuperación a través de las "políticas de oferta", adversarios de Keynes en los años treinta y que han tenido una gran influencia sobre Reagan y la Sra. Thatcher.
De nuevo, no existen "automatismos"
Los argumentos de Keynes a este respecto son convincentes. Los capitalistas no están obligados a reinvertir sus beneficios suplementarios en la producción. Pueden optar por atesorarlos o utilizarlos con fines estrictamente especulativos. Pero cuando los invierten puede ser como inversiones de racionalización que supriman empleos en vez de crearlos.
Los capitalistas no trabajan para el "interés general". Lo que buscan es aumentar al máximo sus beneficios. Esa conducta es la que acaba por provocar el crecimiento periódico del paro y las crisis económicas más o menos largas. En el curso de estas crisis, el volumen y la tasa de ganancias caen. La restauración de la tasa de ganancias es una prioridad absoluta para la burguesía. El aumento de la tasa de explotación de los asalariados –en términos marxistas, la tasa de plusvalía− es el medio que utiliza para ello. La política de austeridad se convierte en su programa. La deflación "monetarista" y la inflación keynesiana no son sino dos variantes de esta misma orientación fundamental.
Un balance histórico incontrovertible
El balance histórico de la política keynesiana es bastante evidente. La experiencia más prometedora, el New Deal de Roosevelt, se saldó en un fracaso vergonzante. A pesar del crecimiento del gasto público, acabó desembocando en la crisis de 1938, con más de diez millones de parados en Estados Unidos. Solo la economía de rearme acelerado consiguió acabar con el paro masivo. Se confirmo así el diagnostico de Rosa Luxemburg, que identificó que la economía de producción de armamentos es el "mercado substitutivo" por excelencia de la época imperialista.
Después de 1948 fue la amplitud de los gastos en armamento en Estados Unidos lo que se convirtió en el motor de la expansión de la economía capitalista internacional en su conjunto. Fueron ellos los que sostuvieron la "onda larga expansiva" de la economía capitalista, a costa de un déficit presupuestario y de una inflación permanentes. El otro estímulo principal de la expansión fue el crecimiento enorme del crédito, es decir de la deuda, tanto de las grandes compañías como de los hogares mas pobres. Como hemos explicado una y otra vez, la economía capitalista se ha expandido flotando sobre un mar de deuda. Sólo la deuda en dólares alcanza actualmente la cifra astronómica de 10 billones de dólares, que incluye la famosa "deuda del tercer mundo" que afecta a más del 50% de los habitantes del planeta, pero que no representa más que el 15% del total.
Esta explosión de la deuda representa igualmente un mercado de substitución. Crea un poder de compra suplementario que permite amortiguar los efectos de las contradicciones internas del capitalismo. Pero esta capacidad de amortiguación es solo temporal. La hora de la verdad se retrasa, pero no indefinidamente. El endeudamiento creciente alimenta inevitablemente la inflación. A partir de un cierto umbral, en vez de estimular la expansión, comienza a estrangularla. Ello precipita la conversión de la "onda larga expansiva" en "onda larga depresiva", tal y como ocurrió a finales de los años 60 y comienzos de los 70.
Hay además algo irreal en la oposición desarrollada por los dogmáticos del neoliberalismo entre las llamadas políticas de "oferta" y las políticas de "demanda" a través del déficit presupuestario. El déficit presupuestario nunca ha sido tan grande como bajo la administración del autoproclamado campeón del neoliberalismo, Ronald Reagan. Lo mismo se puede afirmar en buena medida de la Sra. Thatcher. Ambos han sido campeones de un neo-keynesianismo de choque, a pesar de sus profesiones de fe en sentido contrario. El verdadero debate no es sobre el tamaño del déficit presupuestario, sino en qué se utiliza. ¿Que clase social o fracciones de clase se benefician?, ¿con que resultados para el conjunto de la economía y de la sociedad?
En este sentido, los datos empíricos son incontrovertibles. El neo-keynesianismo de Reagan y de la Sra. Thatcher, asociado a los dogmas "monetaristas" (como la estabilidad monetaria a todo precio) ha reforzado brutalmente en todos lados la ofensiva de austeridad del gran capital. Se ha reducido el gasto social y las inversiones en infraestructuras. Se han multiplicado los gastos de armamento en Estados Unidos, Gran Bretaña y en menor medida en Japón y Alemania. Han aumentado los subsidios a las empresas privadas. Ha crecido la desigualdad social. Se ha estimulado el paro, que ha pasado de 10 a 50 millones de desempleados, si no más, en los países imperialistas, y ha alcanzado, si no superado, los 500 millones de personas en el "tercer mundo". Los efectos sociales globales han sido aún más desastrosos. Los cursos de economía del desarrollo que se imparten en todas las universidades del mundo afirman con toda la razón que las inversiones más productivas a largo plazo son las que tienen lugar en los sectores de la enseñanza, la sanidad pública y las infraestructuras. Pero los dogmáticos del neoliberalismo hacen caso omiso de esta sabiduría elemental cuando abordan los problemas de las finanzas públicas bajo el principio del "restablecimiento del equilibrio" a cualquier precio. Cortan en primer lugar los presupuestos de enseñanza, sanidad e infraestructuras, con efectos desastrosos a medio plazo, incluidos los que se dan sobre la productividad.
¿Quiere ello decir que los socialistas y los humanistas deben preferir el keynesianismo tradicional, que defiende las distintas variantes del "estado del bienestar", en vez del cóctel envenenado de monetarismo y neo-keynesianismo que se nos quiere servir hoy? La respuesta parece ser obvia, pero debemos matizarla. El keynesianismo tradicional implica formas diversas de ejercicio y reparto del poder en el marco de la sociedad burguesa. Ello conlleva siempre diversas formas de "contrato social" y de consenso con el gran capital sobre la base de lo que es aceptable para el gran capital, es decir, de un "consenso" unilateral (socialismo de gestión). A ello oponemos la prioridad absoluta de la defensa de los intereses inmediatos de los asalariados y de los objetivos válidos de los "nuevos movimientos sociales" (ecologistas, feministas, pacifistas, de solidaridad con el tercer mundo). Ello exige mantener o recuperar la independencia política de la clase de los asalariados y asalariadas. Por otra parte, el keynesianismo tradicional como mal menor en relación con las políticas deflacionistas sólo tiene sentido si produce una reducción rápida y radical del paro. Porque en las condiciones actuales, el neo-keynesianismo lleva a un crecimiento del paro y de la marginación de sectores cada vez mayores de la población. No supone ningún freno al objetivo de la burguesía de una "sociedad dual", a la división institucional de la clase asalariada, a la degradación y desmoralización creciente de sectores de las clases trabajadoras. Mediante la despolitización y la desesperanza se crea así el caldo de cultivo para el crecimiento de la extrema derecha neo-fascista.
El peso de las multinacionales
El capitalismo tardío se caracteriza por otra parte por una concentración y centralización internacional del capital sin comparación con el pasado. Las compañías multinacionales se han convertido en la principal forma de organización del gran capital. Menos de 700 empresas dominan la mayor parte del mercado mundial. Ante las todo poderosas multinacionales, los estados-nación tradicionales son cada vez más incapaces de aplicar en los hechos una política económica coherente y eficaz. Es cierto que las multinacionales no son la única forma que adoptan las grandes empresas. A su lado subsisten grandes empresas sectoriales esencialmente "nacionales", además de empresas públicas y mixtas de todo tipo y diferentes en cada país. El papel económico del estado-nación no se ha reducido, por lo tanto, a cero. Pero hay que reconocer que esta es la tendencia fundamental a largo plazo, es decir, un declive gradual (ni inmediato, ni total) de la eficacia del intervencionismo económico del estado nacional. La ofensiva ideológica del neoliberalismo es en gran medida el producto y no la causa de esta evolución.
Ante el ascenso de las multinacionales, el estado-nación ha dejado de ser un instrumento económico adecuado para la burguesía. Pero sigue necesitándolo para auto-defenderse. Necesita al estado para defender sus intereses particulares frente a los competidores extranjeros. Necesita el estado para amortiguar los choques de las crisis económicas y sociales. Necesita el estado para reprimir en caso de crisis socio-económicas explosivas. En la medida en que el estado nación le es menos útil, tiende a sustituirlo por instituciones supranacionales. Pero para que estas adquieran funciones comparables a las estatales, hay que superar importantes obstáculos políticos, culturales, ideológicos. Y acaba siendo mucho más complicado que lo previsto inicialmente.
De la misma manera, la unificación de la Europa capitalista sigue arrastrándose entre una vaga confederación de estados soberanos (una zona de libre cambio), y una federación europea de carácter realmente estatal, con una moneda común, un banco central común, una política industrial y agrícola común, un ejercito y una policía comunes, todos ellos representados por un auténtico gobierno común. Las instituciones surgidas del acta única o de los Acuerdos de Maastricht reflejan bien ese carácter híbrido. Se trata de instituciones pre-estatales, semi-estatales, que no son realmente estatales. El auténtico poder sigue en manos del consejo de ministros, es decir de los doce gobiernos asociados. Las transferencias reales de soberanía son muy limitadas. La disparidad de las realidades nacionales sigue pesando mucho.
Ni repliegue proteccionista ni euforia europeísta
Los Acuerdos de Maastricht imponen a los estados que participan de pleno derecho en la Europa unida una reducción del déficit presupuestario del 3% del PIB para mantener la estabilidad monetaria. Pocos estados alcanzarán este objetivo en 1996, en 1997 o 1998. ¿Se avanzará a una Europa a cinco (Alemania, Francia, Benelux)? Todo el mecanismo parece gripado. Hay que añadir además una bomba retardada: los efectos a medio plazo de la llamada "estabilización presupuestaria" sobre la coyuntura económica y especialmente sobre el empleo. Según una nota confidencial de la OCDE, dichos efectos serán muy negativos. Solo el hecho de que Maastricht implique un reforzamiento de la política de austeridad es motivo más que suficiente para que el movimiento obrero y la izquierda alternativa rechacen dichos acuerdos.
Pero no hay que engañarse. En realidad, con la excusa del "rigor presupuestario", Maastricht no es más que una política dura de austeridad con la que se han comprometido todos los gobiernos. Es a esa política de austeridad a la que hay que enfrentarse, más allá de los acuerdos de Maastricht. Es decir, la oposición a Maastricht no debe adoptar la forma de un repliegue proteccionista y nacionalista.
Una estrategia de ese tipo sería una pérdida de tiempo, porque nos volvería a confrontar con las políticas de austeridad. Incluso proporcionaría una "justificación" ideológica adicional: la defensa de la soberanía nacional. ¿No ha sido así como la dirección del Partido Socialista belga, los Martens o Dehaene han abrazado las políticas de austeridad para defender la "competitividad nacional" o "nuestra" industria?
Ante la internacionalización creciente del capital y del poder de las multinacionales no hay más que dos estrategias posibles para los asalariados y los activistas de los nuevos movimientos sociales. La primera es la de la colaboración de clases con su propia burguesía, contra los "alemanes", los "británicos", los "españoles" o los "japoneses", en una alianza de patrones y trabajadores. Esta estrategia no solo es reaccionaria ideológicamente, sino que nutre el chovinismo, el egoísmo a corto plazo, la xenofobia o el racismo. Es también una estrategia del avestruz. Como las multinacionales siempre encontrarán un país en el que los salarios sean más bajos, las condiciones de trabajo más duras, las libertades democráticas más limitadas, adoptar esa estrategia es sumirse en una espiral de salarios, condiciones de trabajo o libertades democráticas cada vez peores. Es luchar por una "igualación a la baja".
La segunda estrategia es la única eficaz, la de la unidad y colaboración de los asalariados de todos los países y de sus aliados contra los patronos de todos los países, con el objetivo de mantener todas las conquistas sociales y de elevar progresivamente los salarios, la seguridad social, las condiciones de trabajo de los asalariados de los países más desfavorecidos en relación con los países con mayores conquistas. Es la lógica de la "igualación por lo alto".
Coordinar la respuesta internacional
Es verdad que en el seno de las instituciones europeas, hay matices que enfrentan a las fuerzas del "centro-izquierda" con las del "centro-derecha". Los debates en relación con la "carta social europea" dan testimonio de estas diferencias. Por ello, no defendemos la política de cuanto peor, mejor. Pero no tenemos más remedio que constatar que ambos defienden la política de austeridad.
No nos oponemos por lo tanto a la Europa de Maastricht y las multinacionales en nombre de una prioridad de acción política en el marco del estado-nación. Nuestro objetivo a largo plazo son los Estados Unidos Socialistas de Europa, en la vía de la Federación Socialista Mundial, único marco adecuado para resolver los acuciantes problemas de la Humanidad.
Apoyamos todas las iniciativas que favorecen la toma de conciencia de la necesidad de una acción común de los asalariados en el terreno político a escala europea. Por ello estamos a favor de todo aquello que ayude a una protección común de los asalariados a escala europea, sobre todo de los más desfavorecidos.
Sabemos que no se crearán a corto y medio plazo los Estados Unidos Socialistas de Europa, dada la correlación de fuerzas existente. Por ello damos la máxima prioridad a la defensa intransigente de los intereses inmediatos, económicos y políticos de las masas, tanto a nivel europeo como nacional.
La prioridad es la acción de masas extra-parlamentaria. Esta prioridad no supone rechazar ninguna iniciativa parlamentaria o legislativa en los Parlamentos nacionales o en su sucedáneo europeo. Implica al mismo tiempo una dimensión moral decisiva: la recuperación por parte del movimiento obrero, de los asalariados y sus aliados, del principio de la solidaridad, que expresa de forma tan admirable la consigna del sindicalismo americano: "un ataque a uno es un ataque contra todos".
Ernest Mandel (1923-1995), economista marxista belga, fue autor de obras fundamentales como el Tratado de Economía Marxista (1962), El Capitalismo Tardío (1972) y Las Ondas Largas del Desarrollo Capitalista (1978 y 1995). Como dirigente de la IV Internacional fue autor de numerosos libros de análisis y crítica política.
Traducción para www.sinpermiso.info: G. Buster
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3140
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