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lunes, 17 de enero de 2011

Tunez: Jóvenes tranquilizadores con cuchillos y palos

Alma Allende Rebelión

En el tercer día del pueblo tunecino me despierta muy pronto el silencio tremendo del mismo helicóptero cuyo traqueteo me ha impedido dormir toda la noche. De la calle, de hecho, no llega ningún sonido: ni coches ni voces ni pájaros. Es el domingo de la otra dimensión y, tras las incertidumbres de la madrugada, una casi teme que haya desaparecido el mundo. ¿Se ha acabado todo? ¿Para bien? ¿Para mal? ¿Para igual? De pronto, el silencio es roto por el inconfundible, cotidiano, reconfortante estrépito de lata de la épicerie de abajo. ¡Han abierto la tienda! Las primeras noticias, en la prensa y a través de los amigos -que se acaban de despertar- confirman la tregua: los asaltos han cesado y los barrios se desperezan en medio de los pecios de la tormenta, en este enero cálido de cielos muy azules y ruidos insospechados.

Cuando salimos a hacer la compra, la épicerie ha cerrado de nuevo, sin nada que vender. El dueño confía en que el lunes se reanude el abastecimiento, pues de otro modo -dice- la situación se puede volver insostenible. También nuestro barrio burgués está regado de restos de barricadas. El impasse de la Aurore ha sido literalmente cerrado por una plancha de hierro; en las calles adyacentes a Premier Juin, ramas de árbol, piedras, placas de uralita marcan la voluntad de los vecinos de defender el barrio de los asaltantes. Todos los accesos a la plaza de Mendes France, donde se encuentra la sede local del RCD, han sido cortados, o al menos dificultados, con pivotes de cemento y bidones de plástico llenos quizás de arena. Ahora en todo caso ya sabemos de dónde viene el peligro. Los medios de comunicación lo reconocen abiertamente y, lo más importante, los tunecinos lo saben: son milicias de sicaros armadas, fieles al ex dictador, con instrucciones de imponer el caos y aterrorizar a la población.

Hay quizás más gente en la calle en este primer domingo de la nueva dimensión; algunos, armados todavía con palos, bostezan después de la juerga negra del sábado noche. Pero es un domingo de otra dimensión, en efecto, pues las tiendas siguen cerradas. Entre los restos de barricadas vamos a todas en las que hemos comprado alguna vez. Sin suerte. O con poca. La única que ha abierto sólo contiene ya algunas bolsas de pan de molde integral y galletas italianas. Nos inclinamos por el pan.

A la 1.30 cogemos el coche para llevar a Amin a su casa, en el Mourouj, el barrio victorioso de la noche precedente. Y empieza entonces un largo, tortuoso, revelador recorrido por la ciudad. Para evitar el centro, cuyos accesos han sido bloqueados por la policía, decidimos dar un rodeo por Bab Saadun, donde un poderoso tanque del ejército domina la plaza, enmarcado bajo el arco de la enorme puerta medieval. Es una imagen que todos hemos visto ya muchas veces antes de verla por primera vez -esa especie de inconsecuencia visual, como la idea de la muerte y la doncella- y se nos encoge un poco el corazón. Hay un primer control militar en el arranque de la avenida 9 de abril, enseguida otro frente a la Qasba y luego un tercero, en el que un soldado nos obliga a entregar la documentación, bajarnos del coche y abrir el maletero. Después nos esperan -contados- diecinueve controles más.

Pero estos diecinueve controles son otra cosa, son otro mundo. Hemos dejado atrás la Qasba y a un lado y otro de la 9 de Abril, con sus dos carriles rápidos, se suceden los barrios más populares de la ciudad: Al-Malassin, Al-Manoubia, Al-Kabaria, Al-Mourouj. Ya no hay militares ni policías. Es como si recorriésemos espacialmente, de una calle a otra, hacia un orden superior, todas los acontecimientos que mezclan sus formas en estos días en Túnez: de una revuelta a una guerra a un golpe de Estado a -de pronto- una revolución. Resulta que los jóvenes se han adueñado de la ciudad. Literalmente es suya. Empuñan bastones, cuchillos, hachas y martillos, pero sentimos al verlos, al contrario que frente al tanque, una enorme tranquilidad. Una extraña alegría. Son muchísimos, algunos apenas adolescentes; han defendido sus barrios durante la noche y ahora prosiguen su lucha contra la dictadura mediante ordenadísimos retenes que, cada ochocientos metros, detienen a los coches y los registran, especialmente los taxis, porque se sabe que los utilizan los esbirros de Ben Alí para asaltar los barrios y transportar armas. Hay algo festivo en el aire y algo solemne en los gestos y es completamente lógico: son libres de estar juntos y de ser muchos y tienen además una misión.

Lo primero no es el logos; lo primero es la solidaridad y el orden. Hay que ejercer mucha violencia y mucho desprecio sobre un ser humano para que no le apetezca ser serio, bueno, responsable, solidario, cuidadoso, protector. Hay que ejercer mucha presión sobre una sociedad para que prefiera la mentira, la oscuridad, el caos. Rousseau tiene razón. Pero como la naturaleza la hemos perdido para siempre hay que recurrir a la educación. Pero como la educación en nuestro mundo está asociada al dinero, que corrompe, hay que crear -o esperar- una situación. Estos jóvenes han creado la situación en la que pueden por fin estar bien educados. Hace un mes, sí, languidecían en los cafés, pateaban a los perros, se emborrachaban, soñaban quizás con nadar hasta Lampedusa. Nadie creía en ellos, nadie esperaba nada de ellos, nadie hubiese escuchado su opinión. Sólo cabía esperar que, rotos los frenos, dueños de la calle, se pusieran a romper cristales, como los estadounidenses cuando se va la luz, y a robar televisores. Pero hete aquí que, rotos los frenos y dueños de la calle, se ponen a pensar más bien en la protección de sus familias, en el bienestar de sus vecinos, en el destino de su país. Los que asaltan y saquean, ahora que no tienen poder, son los policías de Ben Alí; y los jóvenes, sus antiguas víctimas, ahora que pueden elegir, escogen la generosidad y la organización.

Es tan emocionante verlos sin vigilancia en las calles, tan vigilantes en las calles, tan sueltos y tantos juntos, tan cuidadosos, tan conscientes de su importancia y por ello mismo tan respetuosos y tan tranquilizadores, con sus cuchillos y sus palos en las manos, que casi nos apetece encontrar enseguida otro retén, que nos vuelvan a parar, dejarles registrar el maletero, darles las gracias por lo que están haciendo, desearles de nuevo mucha suerte en su misión.

(La única objeción grave es que esta maduración vertiginosa, esta educación en micro-ondas deja fuera a las mujeres. Y en efecto muchas tunecinas protestan en facebook, mientras festejan la autogestión de los barrios, por la ausencia de esta otra revolución aún pendiente).

Luego, por la tarde, vuelve la tensión. Antes del toque de queda montamos con los vecinos tres barricadas en nuestra calle mientras llegan las noticias de los enfrentamientos con armas pesadas en el palacio presidencial, de los choques en la Porte de France, de la terrible situación de Bizerta, aislada del mundo, a merced de las milicias del ex dictador. Y pienso, en efecto, que junto al golpe de Estado tiranicida y la guerra entre aparatos y los pactos para la formación de un nuevo gobierno, en Túnez hay una revolución. Pienso en esos jóvenes, dueños de la calle, educados, dignos, importantes, conscientes de su valor, a los que se teme y a los que se deja esta noche de nuevo colaborar en la defensa de la ciudad, pero que en realidad, mucho me temo, no encajan en ninguno de los planes programados -desde dentro y desde fuera- para Túnez.

Pero cuidado. Porque ahora están educados y saben que sólo seguirán siendo dueños de su calle y de su barrio si son también dueños de su país.

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