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lunes, 16 de noviembre de 2009

"Los niños y niñas de hoy tienen que construir su identidad en ese mundo de corbatas y tacones, de Rambos y Barbies"


Carlo Frabetti La Ventana

A mediados del siglo pasado, con la difusión masiva del cine comercial y, sobre todo, de la televisión, la industria de la cultura y los medios de comunicación entraron en una etapa de creciente predominio de lo audiovisual sobre la letra impresa. Una etapa que se consolidaría con la eclosión de la informática y de las nuevas tecnologías, y en la que la lectura parece cada vez más relegada como forma de adquisición de información. Precisamente por ello, y dada su fundamental importancia para el desarrollo intelectual, el fomento de la lectura, sobre todo entre los más jóvenes, tiene que ser, hoy más que nunca, un objetivo prioritario de todas las personas e instituciones relacionadas con la educación y la docencia. Lectura, imaginación e identidad

La construcción de la propia identidad es una empresa que dura toda la vida, pero que, huelga señalarlo, tiene especial importancia durante la infancia y la adolescencia: la misma importancia que tienen los cimientos al construir una casa.

Durante la llamada “fase de impregnación”, que según los psicólogos dura aproximadamente hasta los seis años de edad, el niño se dedica fundamentalmente a absorber información sobre su entorno, y a partir de ese momento empieza a reflexionar de forma sistemática y a dotarse de una visión del mundo global y articulada; por eso se suele considerar que alcanzamos el “uso de razón” hacia los siete años de edad.

A lo largo de todo este proceso, y a medida que el niño se va haciendo una idea de cómo funcionan las cosas, de las reglas que rigen la sociedad en la que vive y de lo que los demás esperan de él, va adquiriendo una serie de hábitos, habilidades y pautas de conducta que lo hacen tan identificable como su aspecto exterior, y del mismo modo que busca y reconoce su imagen física al mirarse en un espejo, también busca reconocerse (y gustarse) en la imagen moral que los demás le devuelven al relacionarse con él. Desde la más tierna infancia, buscamos un equilibrio, un compromiso, entre nuestros deseos y los límites que la realidad nos impone, y eso nos lleva a desarrollar una determinada estrategia adaptativa, a asumir un papel que nos permita integrarnos en el gran teatro del mundo.

A medida que el niño descubre que no siempre puede satisfacer sus deseos de forma plena e inmediata, tiene que enfrentarse a una larga serie de renuncias y frustraciones (lo que Freud denominó “el malestar en la cultura”), y desde muy temprana edad intenta compensar esas frustraciones con la imaginación, que se manifiesta y se desarrolla en juegos, sueños diurnos, fantasías de omnipotencia, etc. La imaginación infantil es omnívora y se nutre de todo lo que hay a su alcance; pero su principal alimento son los relatos, y entre los numerosos relatos de todo tipo que llegan a sus oídos, los cuentos infantiles desempeñan un papel fundamental.

Los cuentos infantiles cumplen al menos tres funciones: por una parte, ayudan a los niños a estructurar su mente (por eso quieren que se les cuenten siempre de la misma manera: porque la repetición les permite ejercitar y poner a prueba su capacidad de asimilación); por otra parte, los cuentos alivian sus angustias y temores al plantear situaciones en las que seres tan indefensos como ellos mismos se enfrentan a terribles peligros (ogros, brujas, lobos, etc.) y logran superarlos; y por último, pero no menos importante, los cuentos alimentan su todavía inexperta imaginación, les suministran abundantes materiales para elaborar sus propias fantasías y reflexiones (y no unos materiales cualesquiera, sino arquetipos, temas y situaciones decantados a lo largo de los siglos).

Normalmente, los niños conocen los primeros cuentos por vía oral: también en esto, como en todo lo demás, empiezan siendo plenamente dependientes de los adultos; pero en algún momento descubren los libros “de verdad”, pasan del tebeo o el álbum ilustrado leído con ayuda de los padres a esos libros con pocas ilustraciones, o ninguna, en los que todo lo dicen las letras, esas monótonas hileras de diminutos signos negros que se repiten sin cesar, como interminables procesiones de hormigas. Las primeras lecturas autónomas son el equivalente mental del destete; depender plenamente de los padres es muy cómodo, pero al alcanzar el “uso de razón” el niño se da cuenta de que el precio de esa comodidad es la total indefensión y la falta de autonomía, y de que poder alimentarse por sí mismo, tanto física como mentalmente, tiene muchas ventajas.

El liberespacio

Creo que, en general, quienes escribimos para los niños no solo mantenemos una relación intensa y fluida con nuestra propia infancia, sino que además recordamos de una forma muy especial nuestras primeras lecturas importantes y nuestro descubrimiento del mundo de los libros. A primera vista, y a no ser que tengan numerosas ilustraciones y llamativas portadas, los libros parecen todos iguales; pero cuando empezamos a leer con fluidez y tenemos la suerte de que pongan en nuestras manos un buen libro (o de toparnos con él por azar), la experiencia se convierte en una auténtica revelación.

Un libro es como una geoda: por fuera parece un objeto vulgar e insulso, pero al abrirlo descubrimos que está lleno de joyas deslumbrantes. Y además no es un tesoro aislado: dentro de cada libro encontramos los mapas de otros tesoros: referencias más o menos directas a otros libros y a otros autores, que nos incitan a seguir profundizando en un tema o en una idea. Desde niño, soy un voraz lector de prólogos, solapas y contracubiertas, y siempre recomiendo a los jóvenes lectores que no se salten esos textos que parecen prescindibles, pero que a menudo contienen informaciones de gran utilidad para navegar por el “liberespacio”.

Porque si el descubrimiento de los primeros libros es una revelación, esa revelación se consuma y se magnifica cuando el niño da el salto de lo particular a lo general y descubre la literatura. No como asignatura escolar, no como mero catálogo de obras y autores, sino como un gigantesco organismo del que cada libro es una célula, como un inmenso palacio del que cada libro es una puerta. Y como las células en los organismos vivos o las dependencias de un palacio, los libros se conectan entre sí, llevan unos a otros, forman una red invisible que cada lector recorre y reorganiza a su manera, teje y desteje sin cesar.

Puesto que los relatos son el principal alimento de la imaginación, al aprender a leer de forma fluida y comprensiva, al tener acceso a los libros por sí mismo, el niño se desteta mentalmente; y al dar un paso más, al comprender que el mundo de los libros es un ámbito unitario y estructurado, al descubrir la literatura como un todo orgánico, al convertirse en “libernauta”, el niño puede buscar su sustento mental por sí mismo, le gana una batalla decisiva a la dependencia infantil.

Imaginación e identidad

La imaginación cumple, sobre todo, dos funciones básicas: una especulativa y otra que podríamos denominar “soñadora” (o “poética”, en el sentido más amplio del término). Por una parte, utilizamos nuestra imaginación para realizar extrapolaciones y experimentos mentales capaces de ayudarnos a resolver o anticipar determinados problemas de la vida real (el equivalente informático de estas fantasías especulativas serían las simulaciones por ordenador); y, por otra parte, inventamos situaciones imaginarias tendentes a compensar las carencias y frustraciones de la vida real. Como “efecto secundario” (en realidad es un objetivo primordial, pero no suele ser deliberado), este doble trabajo de la imaginación va construyendo poco a poco nuestro yo interior, nuestra identidad personal.

La primera infancia es una etapa de absorción masiva de los datos y las reglas del mundo exterior; es una etapa de adoctrinamiento, en la que cada cultura “programa” al niño de acuerdo con sus creencias y valores. Durante esta etapa inicial, la construcción de la identidad es un proceso inconsciente e inducido desde el exterior. Y es un proceso fundamentalmente adaptativo: el niño desea integrarse en su mundo, en su medio social (sentirse aceptado, en última instancia), tanto como la sociedad desea integrarlo. Por eso es tan frecuente en el niño la obsesión por la “normalidad”, el miedo a ser “diferente”, que se refleja en cuestiones como la indumentaria, el aspecto físico, los juegos... Y, sobre todo, en la asunción de un “rol de género” supuestamente propio del sexo al que se pertenece.

Nuestra cultura patriarcal y represiva pone especial énfasis en la tajante división de los géneros (destinada, sobre todo, a propiciar la supeditación de las mujeres a los hombres), y desde la más tierna infancia se presiona sin cesar a los niños y niñas para que asuman, respectivamente, los roles masculino y femenino convencionales.

En este sentido, el control social es estricto y despiadado. Un niño que no se muestre lo suficientemente “viril”, se expone a ser ridiculizado o incluso agredido por sus propios compañeros de juegos o de escuela, y lo mismo le ocurre a una niña que no sea “femenina”. Y aunque por suerte las cosas empiezan a cambiar, la homofobia dista mucho de haber sido superada (al igual que ocurre con el racismo y la xenofobia, variantes de una misma aversión patológica a lo diferente).

Corbatas y tacones

En los países occidentales u occidentalizados, la estricta división de roles se manifiesta de forma ostensible en la pervivencia, entre otras muchas cosas, de dos elementos indumentarios claramente aberrantes: la corbata y los zapatos de tacón. La corbata, ese fláccido y falocrático pendón multicolor, ese sedoso nudo corredizo topológica y moralmente equivalente a la soga de un ahorcado o al collar de castigo de un perro, simboliza a la vez la supremacía —de género y de clase— del hombre que la lleva y su sometimiento al orden establecido: no en vano la corbata es obligatoria en la mayoría de los actos públicos y puestos de trabajo de un cierto nivel.

Y los zapatos de tacón, a pesar de que los traumatólogos llevan años advirtiendo de que son nocivos para los pies y para la columna vertebral, siguen siendo de uso común entre las mujeres, incluso entre las supuestamente “liberadas”. ¿Y cuál es la finalidad de un calzado que entorpece los movimientos y perjudica la salud? Supuestamente, hacer más atractiva a la mujer que lo lleva. Pero ¿quién puede encontrar más atractiva a una mujer por llevar unos zapatos que dificultan la locomoción, dañan las vértebras y provocan continuas molestias en los pies? La respuesta es tan obvia como preocupante: solo un machito enfermo susceptible de erotizarse con la estética del sometimiento y el dolor.

En última instancia, el binomio corbata-tacón remite a la estética sadomasoquista. La típica “dominatrix” SM (no confundir con la editorial del mismo nombre), simultáneamente víctima y verdugo, suele llevar una ropa que la oprime, llena de correas y herrajes, y agresivos zapatos puntiagudos de finísimo tacón de aguja, cepo y arma a la vez. Y la corbata es a un tiempo el emblema de la superioridad masculina, el blasón del señor, y el collar-lazo de su sometimiento.

No puedo extenderme en este punto, así que me limitaré a señalar que el sadomasoquismo (con su exacerbación-inversión-confusión de la relación amo-esclavo) es una expresión del profundo malestar que en hombres y mujeres provoca la necesidad adaptativa de asumir los grotescos roles sexuales impuestos por nuestra sociedad.

Pues bien, los niños y niñas de hoy tienen que construir su identidad en ese mundo de corbatas y tacones, de Rambos y Barbies, y se ven fuertemente presionados para que asuman el rol que supuestamente corresponde a su sexo. Y luego nos sorprendemos de que se muerdan las uñas o se hagan pis en la cama.


Lectura e imaginación


La lectura desarrolla la imaginación al menos de dos maneras: por una parte, le suministra materiales (personajes, situaciones, escenarios) que en su entorno son escasos o inexistentes; y, por otra parte, el propio acto de leer es la mejor forma de ejercitar facultades como la abstracción, la evocación y la especulación.

Estamos tan acostumbrados a leer que no nos damos cuenta del doble prodigio que representa la lectura: a partir de unos pequeños signos negros repetidos una y otra vez sobre un papel, nuestra mente reconstruye las palabras, y a partir de las palabras reconstruye todo un universo evocado por el escritor: de la lectura al lenguaje y del lenguaje al mundo. Mientras ante los ojos del lector desfila una monótona “procesión de hormigas”, su mente se llena de personajes, acciones, escenarios, ideas, emociones... Y este ejercicio mental, por sí mismo, desarrolla y agiliza la imaginación más que cualquier otra actividad (a excepción de la escritura, su actividad recíproca y complementaria).

Pero el mundo de los libros no solo es el mejor campo de entrenamiento, sino también el terreno más fértil, el jardín más ameno, el huerto más feraz. Si el mero hecho de leer es como hacer footing con la mente, leer un buen libro es como pasear por un vergel: no solo fortalece la imaginación, sino que además le suministra el mejor de los alimentos y la más esmerada educación estética.

Es cierto que hay libros de mera evasión, que se limitan a repetir los tópicos más manidos; pero solo los lectores menos exigentes se conforman con ellos (e incluso estos se benefician de la lectura). El mundo de los libros no solo atesora los conocimientos de la humanidad, sino también sus inquietudes, sus dudas, sus problemas, sus rebeldías. Los niños y niñas que se sienten inseguros o diferentes, o simplemente insatisfechos con el mundo tal como es, pueden encontrar en los libros, más que en ningún otro producto de nuestra cultura, los referentes y las ideas que les permitirán relativizar e incluso impugnar el concepto de “normalidad” que intentan imponerles.

Lectura e identidad

Y esto nos lleva de nuevo al tema de la construcción de la identidad. A la pregunta, tácita o explícita, consciente o inconsciente, que todos los niños y niñas se hacen en algún momento —¿quién soy yo?—, la sociedad responde, en primera instancia, con una serie de tópicos inapelables; a un niño de doce años, por ejemplo, su entorno le dirá de mil maneras que “ya es un hombrecito”, que no puede jugar a juegos demasiado infantiles o femeninos, que no puede llorar ni mostrarse blando, que tienen que gustarle las chicas y el fútbol, etc.; y a una niña de la misma edad se la convencerá por todos los medios de que tiene que ser delgada y atractiva, de que no puede jugar a juegos masculinos ni ser brusca en sus modales, de que tienen que gustarle los chicos... Y si el niño o la niña no se identifica plenamente con estos modelos, tendrá que elegir entre el disimulo o el rechazo.

Pero los libros, los buenos libros (e incluso algunos no muy buenos), brindan innumerables alternativas a los tópicos y prejuicios dominantes. Muchos niños y niñas encuentran en la lectura referentes e ideas que les ayudan a construir su identidad sin someterse pasivamente a las imposiciones de su entorno, y muchos jóvenes lectores y lectoras que parecen refugiarse en los libros para huir de la realidad, lo que hacen es buscar en ellos la fuerza necesaria para afrontar esa realidad y luchar para cambiarla.

La imagen y la palabra

Se dice a menudo, y con razón, que la televisión, los videojuegos y los ordenadores son enemigos de la lectura; esas “pequeñas pantallas” —sin olvidar la pequeñísima pantalla del teléfono móvil—, con sus seductoras imágenes y sonidos, hipnotizan a niños y adultos y los apartan de los libros.

Así es, de hecho; pero no porque los medios audiovisuales sean en sí mismos enemigos de la lectura. El tiempo que dedicamos a ver una obra de teatro o a visitar un museo no podemos dedicarlo a leer, y sin embargo nadie dice que el teatro o la pintura sean enemigos de los libros; al contrario, las distintas manifestaciones culturales se refuerzan y fomentan mutuamente, y es mucho más fácil que sea aficionada a la lectura una persona que se interesa por las artes plásticas y escénicas que quien las ignora.

Con la televisión y las demás “pequeñas pantallas” podría —debería— pasar lo mismo; lo que las convierte en enemigas de la lectura —y de la vida— no es su índole audiovisual, sino sus contenidos banales, cuando no tóxicos. La televisión, los ordenadores, los videojuegos y los teléfonos móviles son, en sí mismos, instrumentos maravillosos y llenos de posibilidades; pero en la mal llamada “sociedad de consumo” (todas las sociedades se articulan alrededor de la producción y el consumo), que más bien habría que denominar “sociedad de despilfarro”, la industria de la incultura y los medios de incomunicación nos bombardean incesantemente con productos inútiles o nocivos y con estímulos destinados a crear necesidades artificiales.

La televisión es nefasta porque es adictiva, y es adictiva porque intoxica, como ocurre con todas las adicciones. Los fumadores no fuman porque necesiten tener algo en las manos, como algunos sostienen estúpidamente, sino porque se vuelven dependientes de las docenas de sustancias tóxicas que contienen los cigarrillos.

A la conocida frase de McLuhan “el medio es el mensaje” le sobra el segundo artículo: el medio es mensaje, en el sentido de que no es un mero vehículo pasivo e indiferente; pero no es “el” mensaje. El verdadero mensaje es el contenido, y solo si el contenido es trivial se convierte el medio en el mensaje único o principal. Si nos regalan una caja vacía, el regalo es la caja; pero si contiene algo de valor, la caja, aunque también forma parte del regalo, se convierte en algo secundario. Cuando la “caja boba” está vacía de todo contenido digno de ese nombre, como ocurre con demasiada frecuencia, entonces sí, McLuhan tiene toda la razón y el medio es el mensaje.

Leer La vida es sueño en un libro, ver la obra por televisión o verla representada por actores de carne y hueso en un teatro son experiencias muy distintas; pero las sobrecogedoras palabras de Segismundo (“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ficción...”) son las mismas en uno u otro caso. El problema es que Calderón no tiene cabida en una televisión que no quiere que reflexionemos sobre la vida, sino que la desperdiciemos consumiendo baratijas. El problema es que la televisión, mediante una publicidad omnipresente reforzada por todo tipo de subproductos culturales, intenta convencernos de que la felicidad consiste en consumir mucho y el éxito en ser más que los demás (en lugar de ser más con los demás, que es la única forma de crecer).

En los países ricos, una persona puede recibir hasta mil impactos publicitarios diarios, es decir, mil invitaciones —una por minuto— a consumir cosas inútiles (puesto que las útiles las consumimos sin necesidad de que nadie nos convenza). Este bombardeo incesante es especialmente nocivo para los niños y los adolescentes, y es la principal causa de que les resulte tan difícil sustraerse al frenesí mediático y lograr el sosiego necesario para la lectura.

Y precisamente por eso es necesario fomentarla, facilitarles a los niños el encuentro con los libros. Porque la lectura es tal vez el único oasis al que tienen acceso en este desierto de las ideas y los valores por el que vagamos sin rumbo. La lectura es el único ámbito de libertad que el niño tiene a su alcance.

Y quienes queremos fomentar la lectura hemos de ser conscientes, ante todo, de que nuestros enemigos no son las nuevas tecnologías, sino quienes las ponen al servicio del embrutecimiento, la competitividad y el consumo desaforado. El enemigo de la palabra no es la imagen, sino la manipulación de ambas cosas. El enemigo, en última instancia, es un capitalismo salvaje que todo lo convierte en mercancía para luego convertirlo en basura.

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Resumen de la conferencia pronunciada el 29-10-09 en la Jornada Nacional de Literatura de Passo Fundo (Brasil) por el escritor Carlo Frabetti

http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5162

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